·Mapas para la historia intelectual de la comunicación popular es la tesis doctoral de Daniel Badenes (Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación, Universidad Nacional de La Plata) en la que propone una historia intelectual de la comunicación popular, situada en América Latina de habla hispana y enfocada en los años sesenta y setenta. Organizado en nueve capítulos, el trabajo atiende a distintas escalas (locales, nacionales, trasnacionales) y destaca una serie de intelectuales-clave: figuras que fueron mediadoras entre espacios de militancia, procesos de gestión púbica y en organismos internacionales, la investigación comprometida con las prácticas, la enseñanza en ámbitos formales y no formales, la producción editorial y la documentación.
La comunicación popular o alternativa —entre otras denominaciones en pugna—, cuya historia en tanto práctica puede remontarse incluso siglos atrás, comenzó a ser objeto de reflexiones intelectuales y debates académicos hacia fines de los años sesenta, contemporáneamente a la consolidación de los estudios sobre medios en los países centrales y los primeros pasos de la comunicación como campo académico en América Latina.
A lo largo de toda la década del setenta, distintos intelectuales propusieron definiciones, postularon principios y sistematizaron experiencias —previas o en pleno desarrollo— llevadas adelante en diferentes ámbitos (estatales y no gubernamentales, urbanos y rurales, religiosos y laicos, de gran y pequeña escala). Distintas vertientes confluyeron así a pensar una comunicación que se llamó horizontal, de base, participativa, educativa: experiencias vinculadas a la alfabetización impulsadas desde ámbitos religiosos, trabajos grupales e inter-grupales en comunidades campesinas, la edición orgánica de prensas obreras, estrategias de propaganda de las organizaciones insurgentes y también algunos procesos de transformación encarados desde el Estado. Así, la comunicación popular (usaremos aquí esa expresión amplia y permeable a las distintas referencias) fue objeto de incipientes articulaciones que trascendieron las fronteras nacionales, y las ideas en circulación dieron lugar a escritos y publicaciones.
La presente tesis focaliza esos materiales para repensar las producciones intelectuales de un período que ha quedado ocluido en las lecturas más corrientes sobre el tema. Esto puede observarse incluso en algunas tesis de maestría y doctorado que se produjeron en los últimos años, que han aportado y revitalizado los debates sobre estas formas de comunicación desde distintas perspectivas, cuyas referencias tienden a situar temporalmente a los debates en los años ochenta, o entre mediados de los setenta y los ochenta.
Si valiosos trabajos han enriquecido el campo de la comunicación popular con aportes de la antropología (Fasano, 2011 y Lizondo, 2015), la teoría política (Segura, 2011; Gerbaldo, 2014), la sociosemiótica (Ramos Martín, 2015), la economía política (Iglesias, 2015), el análisis del discurso político (Kejval, 2016) y la sociología (De Guio, 2017), aquí proponemos una contribución desde la historia intelectual.
¿Significa esto que perseguiremos el camino de esa palabra clave, o el de una idea inalterable a través del tiempo? No, intentaré comprender el proceso de formación de una constelación de conceptos —asociados a experiencias— y el desarrollo de debates académico-políticos en torno a la democratización de la comunicación, que se dieron en contextos específicos y a partir de los aportes de intelectuales cuyos itinerarios y relaciones nos interesa analizar porque son parte de las condiciones de posibilidad de esas ideas.
De hecho, no hay una sino decenas de palabras que han nombrado esas ideas y prácticas, que han tenido significados cambiantes en el tiempo. Ya finalizado el período que analizaremos en este trabajo, Regina Festa (1986) hizo un inventario que sumaba 33 términos distintos, a los que hoy podríamos agregar muchos más. Se habla de comunicación popular, comunicación alternativa o comunicación popular alternativa. De comunicación horizontal, dialógica, participativa, participatoria. De medios grupales. De comunicación comunitaria, intermedia, de base. Emancipatoria, liberadora, movilizadora. Comunicación del oprimido y prensa marginal. Militante, radical, de resistencia, libre. Comunicación educativa, democrática, ciudadana. Autogestionaria, autogestiva, asociativa. Alterativa, para el cambio social, emergente, activista. Se habla de medios sociales de comunicación, cooperativos, autónomos. De contrainformación. De medios cívicos, sin fines de lucro o del tercer sector
Yendo cuatro décadas atrás podemos encontrar trabajos cuyo propósito era delimitar «conceptualmente cada una de dichas expresiones» y «llegar a la formulación de lo que a nuestro juicio debe entenderse por ´comunicación alternativa» (Graziano, 1980). Hoy es más común, en este campo, encontrar estudios que proponen «suspender la sed de definiciones» (Lizondo, 2015: 55) o que, frente a la polisemia y la movilidad de ciertos conceptos, eligen la tríada «alternativa, popular y comunitaria» y «la utilización indistinta de cada uno de estos términos que tienen una larga tradición en América Latina y, más allá de sus particularidades, rasgos comunes que permiten agruparlos dentro de un mismo haz conceptual» (Vinelli, 2014: 26). Esta decisión, compartida por Larisa Kejval y otros asume la imposibilidad de definición.
Esta tesis tampoco busca precisar ese haz de conceptos, sino historizarlos, desde una perspectiva que dé cuenta de quiénes los produjeron y cuáles fueron sus trayectorias, los contextos y las redes de problemas en que se inscribían, los propósitos o intenciones con que se desarrollaron sus ideas, y los usos que tuvieron en distintos momentos y proyectos políticos. Se aproxima así a una historia de los conceptos, a la manera de Reinhart Koselleck (2004), desde una perspectiva que admite y le asigna un lugar central a los cambios conceptuales. Y a su vez asume que en esas «historias de cómo los conceptos han sido enunciados a lo largo del tiempo», paradójicamente, «varias transformaciones que podemos esperar delinear, no serán en absoluto, estrictamente hablando, cambios de conceptos. Serán transformaciones en las aplicaciones de los términos por medio de las cuales nuestros conceptos se expresan» (Skinner, 2007: 299, 301).
La referencia a Quentin Skinner no es casual: nos inclinamos hacia una historia intelectual que requiere el desarrollo de una historia social, donde los textos deben pensarse en las circunstancias en que fueron escritos, compilados, publicados, discutidos, traducidos, reseñados, prestados, copiados, archivados (y también censurados, escondidos, quemados).
La perspectiva propuesta coincide con el enfoque de François Dosse (2007), para quien la historia intelectual —como campo de investigación en tensión con la tradicional historia de las ideas— busca «hacer que se expresen al mismo tiempo las obras, sus autores y el contexto que las ha visto nacer, de una manera que rechaza la alternativa empobrecedora entre una lectura interna de las obras y una aproximación externa que priorice únicamente las redes de sociabilidad» (Dosse, 2007: 14). Así nos presenta el desafío de articular las producciones, los recorridos y los itinerarios. De pensar, como Robert Darnton, un ramillete multidimensional donde trabajan al mismo tiempo la lógica propia de las ideas, la de la vida intelectual y la política cultural (en Dosse, 2014: 15). Como plantea Carlos Altamirano (2005), la historia intelectual difiere de la historia de las ideas porque su búsqueda no se reduce al inventario o comentario de textos, sino que se ocupa del «trabajo del pensamiento en el seno de experiencias históricas».