Abdala, los palos, los gases y las balas

Por Carlos Girotti

. Imagen: Prensa

Se trataba de un mojón más en el camino de reconstrucción de las fuerzas obreras y populares que se había impuesto desde que, en julio de 1989, asumiera su primer mandato el presidente Carlos Saúl Menem. En octubre de ese año la CGT se rompería tras el congreso realizado en el Teatro San Martín. La fracción menemista, nucleada en el Movimiento Sindical Menem Presidente y constituida entre otros por Luis Barrionuevo, Carlos West Ocampo, Jorge Triaca, Diego Ibáñez, Juan Zanola y Delfor Giménez, quería remover a Saúl Ubaldini de la secretaría general. Éste último contaba con el apoyo de un conjunto de gremios nacionales y de Regionales de la CGT que no era monolítico pero que partía de reconocer el liderazgo de Ubaldini y apoyaba su negativa a pactar con Menem. Entre estos sindicatos nacionales se encontraban la Asociación Trabajadores del Estado, ATE, encabezada por Víctor De Gennaro y la Confederación de Trabajadores de la Educación, CTERA, conducida por Mary Sánchez. No hubo acuerdo en el Teatro San Martín y la CGT se partió. De un lado quedaron los menemistas, con Güerino Andreoni como secretario general y Raúl Amín como adjunto, mientras que del lado de los resistentes seguiría Ubaldini encabezando a ese colectivo.

La “revolución productiva y el salariazo”, verdadera pantalla del transformismo ejecutado por la gran oligarquía diversificada -ahora con intereses comunes en el agro, la industria y la banca- fue la divisa que a Menem le facilitó avanzar con las privatizaciones, la liquidación de las fuentes de trabajo en la pequeña y mediana industria, así como en el sector público, y consolidar el proyecto neoliberal iniciado por el terrorismo de Estado. Las recetas de la nueva ortodoxia liberal venían de la mano de una pretendida liturgia peronista que brindaba con champagne del bueno mientras degustaba una mejor pizza, para luego salir a tomar aire a 200 kilómetros por hora a bordo de una Ferrari. A partir de marzo de 1991, cuando Domingo Cavallo estableció la convertibilidad del peso en dólar, la Argentina menemista comenzó a danzar alegremente sobre la cubierta del Titanic.

En ese contexto, con la CGT fracturada y con la paulatina emergencia de un nuevo sujeto social constituido por los miles y miles de trabajadores expulsados por sus empleadores a los márgenes de la sociedad, parecía imposible frenar la avalancha neoliberal. Los grandes medios de comunicación hicieron, durante los dos gobiernos menemistas, las veces de un nuevo partido del orden. Todo era ajustado y recalibrado según la óptica comunicacional impuesta al conjunto de la sociedad como una matriz del sentido común y, sobre todo, como forja de ese horizonte de época que parecía cerrarle el camino a cualquier intento de resistencia. No obstante, y como si se tratara de un sonido apenas audible en medio de aquel estrépito privatizador del patrimonio nacional, 132 dirigentes sindicales se reunieron en Burzaco, en el camping del Sindicato Argentino de Obreros Navales -dirigido por Cayo Ayala- y el 17 de diciembre de 1991 firmaron un documento que fue conocido como “El Grito de Burzaco”. Allí participaron las conducciones de ATE, CTERA, UOM Villa Constitución, Luz y Fuerza de Mar del Plata, Neumáticos, Viales, Universitarios, Ferroviarios, Judiciales y varios más. Fue el inicio de lo que, un año después, en Parque Sarmiento, adquiría el nombre de Congreso de los Trabajadores Argentinos y, más tarde, en 1996 y con más de 6500 delegados en el Luna Park, pasaría a ser la Central de Trabajadores de Argentina. Entre ambos mojones había quedado plantado un tercero: la Marcha Federal de 1994, organizada por el CTA, el MTA de Hugo Moyano y la Corriente Clasista y Combativa de Carlos “Perro” Santillán; una imprescindible demostración de que la resistencia estaba viva.

¿Por qué es preciso citar ahora ese recorrido? El período menemista no fue lo mismo que lo hoy intenta cristalizarse con la presidencia de Javier Milei. Tiene semejanzas, pero ese cristal que pareciera igualar una experiencia de dominación con la otra es engañoso. Con Menem, la gran oligarquía diversificada supo apropiarse de símbolos y liturgias peronistas para dirigir a la sociedad (el transformismo burgués, tan bien conceptualizado por Antonio Gramsci y recuperado aquí por Eduardo Basualdo para caracterizar los gobiernos menemistas). Con Milei, en cambio, no hay tal cosa. Es la brutalidad política hecha dogma para imponer, a como dé lugar, un modelo neocolonial que sólo puede ser sustentable si se verifica una derrota catastrófica de la clase trabajadora y el pueblo, o bien si dicho modelo se apoya en una creciente militarización del espacio público que impida toda y cualquier forma de resistencia, a pesar de que ésta pudiera perdurar soterradamente.

Germán Abdala, al borde de su vida, diría: “Mi visión hoy es que el Grupo de los Ocho (grupo de diputados fundado por él) y el peronismo disidente han cumplido una etapa, de la cual queda como autocrítica que no fuimos capaces de construir una oposición al modelo liberal menemista desde adentro. Nosotros quisimos ser la conducción del verdadero peronismo, pero en esto hay que ser sinceros; hemos perdido. (…) Hay que construir una nueva alternativa popular en la Argentina que sintetice a todos los sectores. Un nuevo partido o frente que rompa con el bipartidismo”.

Y aquella vez, en Parque Sarmiento, a modo de legado militante para las nuevas generaciones se despediría así: “A pesar de los muchos conversos, de los muchos que se han cambiado la ropa, los muchos que se han lavado la cabeza, nosotros seguimos creyendo que hay un país para cambiar, una sociedad nueva para construir, un camino nuevo para alumbrar”.

Los gases, los palos y las balas estarán a la orden del día, pero ese legado de Germán será una bandera para las nuevas generaciones de militantes que sabrán construir el frente de liberación nacional y social contra el neocolonialismo.