María Rosa Lencina tenía 27 años y un embarazo casi a término. El viernes pasado se despertó en su casa de la villa 31 con dolores muy fuertes en el bajo vientre. Le avisó a su tía Norma y ella llamó al SAME. Eran las 9 de la mañana y la ambulancia llegó dos horas más tarde. María llegó a la guardia del Hospital Fernández acompañada de su tía y su cuñada Ana.
-Tenemos una mujer embarazada muy descompuesta- se presentó Norma.
-No es acá. Tienen que ir al cuarto piso, a obstetricia.
-¿No pueden darnos una silla de ruedas? Ella no puede caminar.
-Que use el ascensor. Pero ella sola, porque sólo es para pacientes.
Ya en obstetricia, a María le dieron un tubito para que hiciera pis. Norma lo llevó al laboratorio y le dijeron que estaría en una hora y media. A pesar de los dolores, que seguían intensos, a María no le dieron ni una silla de ruedas ni la acostaron en una camilla. Se acomodó en un rincón, con los bolsos, con Ana y Norma, a esperar. Cuando Norma fue a buscar el resultado de los análisis, le dijeron que también tenían que sacarle de sangre. Así que otra vez yendo y viniendo del laboratorio al rinconcito del cuarto piso.
Como habían pasado tres horas y nadie les decía nada, Norma fue a golpearle la puerta al médico.
-¿Ya están los resultados? -preguntó.
-Sí. No tiene nada. Es una maricona.
Norma quería que la dejaran internada, porque no la veía bien. Y si en medio de la noche volvía a descomponerse, no tenían cómo ni con qué volver al hospital. A María le inyectaron dos calmantes y la mandaron a su casa. Le dijeron que si volvían los dolores se tomara un ibuprofeno. Y que si sangraba, la llevaran de vuelta el lunes.
-Acá no se puede quedar. Y ambulancia no hay para llevarlas, así que vean cómo hacen para irse.
Ya eran cerca de las ocho de la noche y María, Norma y Ana seguían en el Fernández. Por suerte, las fue a buscar el vecino remisero de enfrente de la casa de María.
Cuando llegó a su casa, María se acostó. Se despertó el sábado a la mañana, otra vez con los mismos dolores. Norma le dijo que iba a llamar al SAME, pero María no quería volver al Fernández. “Que nos lleven al Rivadavia”, dijo Norma. En el SAME les dijeron que no había ambulancias, estaban todas ocupadas por casos de covid-19.
Al Hospital Rivadavia las llevó otro vecino. Llegaron a la guardia y las atajó un hombre de Seguridad. Le dijeron que era urgente. Apareció un médico con una camilla y un camillero.
-Ojo, doctor, que vienen de la villa. Están todos contagiados ahí- le dijo el de Seguridad.
A María la entraron al quirófano y pasaron unas horas hasta que salió uno de los médicos.
-La bebé no creo que se salve. Si son católicas, recen mucho por ella, porque está muy mal.
El siguiente parte fue un rato después:
-Hicimos todo lo posible. No pudimos salvarlas.
María nació en Formosa y a los 7 años se vino a Buenos Aires con su tía Norma, quien la crió desde entonces, porque los padres quedaron allá. En la Villa 31 vivía con su pareja, su hijo Facundo, de 5 años, y la tía Norma.
Trabajaba como cooperativista en el comedor “Centro Comunitario Judith Presente”. Hablaba bajito y no le gustaba figurar. Era de perfil bajo. Iba a las marchas de Ni Una Menos y contra la violencia institucional.
“Era una madraza”, dice Gumercinda, la mujer que coordina el centro comunitario. Gumer, como le dicen en el barrio, ya no vive en la villa 31: se mudó cuando en 2007 un gendarme le mató a su hija Judith de 16 años. Pero nunca dejó de militar en la Tupac Amaru y asistir a lxs vecinxs. Ella fue la que llamó a todos lados para contar la historia de María. Se comunicó con el Ministerio de las Mujeres, Géneros y Diversidad y con la Defensoría del Pueblo.
Si bien se radicó una denuncia por abandono de persona y discriminación y se abrió una causa en el juzgado 14, todavía nadie se acercó a ver a la familia de María. Una familia que no sabe cómo contarle a Facundo que su mamá no va a volver.